Un secreto bien guardado
Daniela Camozzi y Daniela Rodrigues Gesualdi
Suele ser necesario hacerle creer al destinatario de la traducción que su lectura es primigenia. Esto nos remite a la cuestión de la invisibilidad del traductor. ¿De cuántas maneras somos invisibles, o de qué forma se pretende que lo seamos? En este artículo definiremos al menos tres tipos de invisibilidad; las primeras dos (que llamamos "idiomática" e "ideológica") no deben confundirse con la tercera, la "invisibilidad profesional". Esta última —como postulamos aquí— puede relacionarse con cierto rasgo de personalidad de quienes elegimos esta tarea; o bien puede tratarse de una necesidad por qué no "social", de esconder a los traductores para sostener la ficción de que la torre de Babel nunca existió.
Muchas veces se argumenta que los traductores debemos ser invisibles, y se pide que "no se note" que el texto traducido es justamente lo que es, una traducción. Este sería un primer tipo de invisibilidad, muy cuestionable por cierto, ya que implica una domesticación total del texto original. ¿Cómo eliminar por completo la extrañeza, la otredad que, irremediablemente, se hace evidente en el proceso traslativo? Por nombrar un caso que hace muy difícil lograr esta pretendida neutralidad, en la traducción del inglés al español, nos encontramos con la necesidad permanente de crear neologismos para decenas de nuevos conceptos, derivados de las constantes innovaciones tecnológicas y de la mentada globalización. Podemos arriesgar el nombre de "invisibilidad idiomática" para referirnos a esta exigencia.
Basil Hatim y Ian Mason en su libro Teoría de la traducción: una aproximación al discurso plantean una cuestión similar, pero ya no idiomática, sino de otra naturaleza, que llamamos "invisibilidad ideológica". En la página 282, dichos autores señalan: "los matices ideológicos, las predisposiciones culturales y otros elementos semejantes que se hallen en el texto de salida deben transmitirse sin que los contamine la visión de la realidad mantenida por el traductor".
A esta aspiración de invisibilidad idiomática e ideológica preferimos oponerle la visión de que traducir es decir al otro. Y la fascinación pasa, precisamente, por ese punto inicial desde el cual nos lanzamos: no podremos hacerlo. El otro —por definición— es indecible. De todos modos vamos a intentarlo, y el resultado podrá dejarnos más o menos satisfechos. Claro que, aunque quienes reciban la obra traducida queden complacidos con ella, nosotros estamos condenados al infortunio de saberla incompleta. ¿Cómo trasladar todas las resonancias, las intertextualidades, las metáforas?
Ahora bien, existe otro tipo de invisibilidad, sobre la cual queremos reflexionar. Se trata de la que llamábamos al principio del artículo la "invisibilidad profesional", una situación insólita y paradojal, sobre todo si tenemos en cuenta que las personas cotidianamente están en contacto con material traducido: pensemos en la cantidad de películas dobladas o subtituladas que se proyectan en el cine y la televisión, en la variedad de periódicos y revistas que invariablemente incluyen traducciones. Esto nos lleva a preguntarnos cuál es la causa de esta falta de imagen en la sociedad. El artículo de Manouche Ragsdale publicado en el número de febrero de 2000 de "The ATA Chronicle" (páginas 16 y 18), titulado A House Without Mirrors (Una casa sin espejos), se refiere a este estado de las cosas: en nuestra casa no hay espejos, y sin ellos no tenemos donde reflejarnos. Los traductores no podemos acostumbrarnos a esta incorporeidad, y debemos combatirla. La autora se pregunta si no nos habremos relegado nosotros mismos a quedar en las sombras, y como muestra de esto da un ejemplo clásico: ¿por qué damos por sentado que nuestro nombre no figure al pie de la traducción? (algo muy habitual, salvo en los casos de obras literarias, como bien aclara Ragsdale).
Podemos agregar otros ejemplos de ausencias notables. Al menos en la Argentina, es muy frecuente que las críticas literarias de obras traducidas al español no aborden el tema de la traducción; más aún, ni siquiera se menciona el nombre del traductor. También cabría ilustrar este punto esbozando brevemente el fenómeno que se repite cada año en la Feria del Libro que se realiza en la ciudad de Buenos Aires en el mes de abril. Es una exposición de la cual la ciudad está orgullosa, y no es para menos: allí se dan cita disertantes de los más variados temas, se presentan cientos de expositores, y lo que es mejor aún, en los quince días en los que transcurre la feria, asisten alrededor de un millón de personas. No obstante, la presencia del traductor es casi nula. Pese a que un gran porcentaje de los libros que se venden en la feria son obras traducidas de otros idiomas al español, del tema de la traducción sólo se ocupa alguna que otra mesa redonda. En este fenómeno cultural, podemos vislumbrar que el traductor cumple un papel en el ámbito editorial totalmente relegado. ¿Cómo es posible que a nadie le llamen la atención estas ausencias?
Para decirlo claramente: ¿no será que nos sentimos más cómodos con esta invisibilidad? Tal vez, sea cierto que quienes nos dedicamos a la traducción tenemos cierta tendencia a "ningunearnos": quizá tengamos un rasgo de personalidad que nos lleva a ubicarnos en un segundo plano, en el que nos sentimos resguardados. No nos olvidemos de que, a raíz de nuestra pasión por las palabras, disfrutamos pasando largas horas sentados ante la computadora, o en la biblioteca, traduciendo e investigando, lejos del contacto social y de las situaciones de alta exposición que puedan implicar también una posible confrontación.
Retomando la metáfora de Ragsdale: ¿Qué espejos deberíamos poner en nuestra casa para lograr ser corpóreos, para tener al fin una imagen? Acaso sea la obra traducida, como dicen Hatim y Mason: "es inevitable que el texto traducido refleje la lectura del traductor, de donde proviene otro factor más que aleja al traductor de los lectores normales". Acaso un espejo posible sea, entonces, reconocernos como esos lectores privilegiados que somos, aunque ese privilegio conlleve la pérdida de la inocencia. Sabernos buscadores de minas, rastreadores de las marcas que dejaron las batallas que peleó el autor, a las que habrá que reemplazar por otras (sino iguales) equivalentes; una vez definida la estrategia y desentrañada la trama, nos tocará rearmar las piezas, para lograr que crean que eso que están leyendo es la obra original, que les dice lo mismo y de la misma forma. Quizá debamos tomar real conciencia de la importancia colectiva de nuestra tarea, y desde allí nos resultará más fácil construirnos un cuerpo, una imagen.
A pesar de sus dificultades (o justamente a causa de ellas), traducir es necesidad, es pulsión de vida. Y digamos más: que el traductor quede escondido tras el telón puede no ser casual, y puede no deberse necesariamente a cuestiones atribuibles a los propios traductores. Parece que no se tolera reconocer que aquel volumen en el estante no es Poe, sino la mágica reescritura del traductor y escritor Julio Cortázar. Por qué no afirmar, entonces, que la traducción es una mentira, pero literaria, y por eso maravillosa. Y que el secreto quede bien guardado.
Arriesguemos una propuesta audaz: ya no protestemos por la falta de reconocimiento, y asumamos nuestro verdadero, histórico papel. Por suerte, en este juego nos toca la parte más divertida: o no es por el gozo perfecto de las palabras, sus silencios y sus ecos que nos levantamos cada día.
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